EL CORAZÓN COMO BOMBA

Hoy resulta difícil pensar en el corazón, en términos de fisiología, como algo diferente a una bomba. Por eso, muchos pacientes utilizan frecuentemente expresiones como «el corazón no bombea suficiente» o «habrá que cambiar la bomba» para describir su enfermedad. Sin embargo, la idea del corazón como bomba fue auténticamente revolucionaria en su momento. Basta con revisar un libro fundacional del pensamiento moderno, el Discurso sobre el método, del francés René Descartes, para darse cuenta del estímulo que supusieron los trabajos de William Harvey sobre el filósofo galo: un importante número de páginas de la citada obra cartesiana se dedica a los trabajos de Harvey.


Según Descartes, no era para menos: si un órgano de la importancia del corazón no era sino una bomba, si toda persona portaba en su interior un ingenio mecánico en el mismísimo lugar donde residía lo más excelso del ser humano, ¿no habría entonces que cuestionarse si la condición humana no sería análoga a la de autómatas mecánicos que, con creciente verosimilitud, eran utilizados en la ópera y en otros divertimentos de la época? Así pues, con Harvey y Descartes se abandona el corazón como morada del alma y de lo más excelso, y se inicia el paradigma maquinal del corazón actual.

Los primeros fisiólogos cardiovasculares, como Richard Lower o Stephen Hales, realizaron estudios con el sistema cardiovascular de caballos y otros animales y avanzaron en el concepto de la función del corazón como bomba; mostraron, por ejemplo, las oscilaciones de la presión arterial con los latidos del corazón. Pero fueron Carl Ludwig y Adolph Fick —uno de sus más brillantes alumnos en Leipzig (Alemania)—, quienes realizaron un progreso fenomenal en el papel del corazón como bomba. Basándose en estudios con corazones animales y diseñando instrumentos que permitían cuantificar parámetros de la función cardíaca, Ludwig y sus discípulos lograron establecer, sin lugar a dudas, la función que desempeña el corazón en la circulación sanguínea. Fick, excepcionalmente dotado para el pensamiento matemático, estableció en 1856, a la edad de 27 años, la relación existente entre el flujo sanguíneo y el intercambio gaseoso a través de los pulmones, algo que permitió (¡y que todavía permite hoy en día!) calcular, a partir de la concentración sanguínea de oxígeno, el volumen de sangre bombeado por el corazón por minuto (un parámetro importantísimo, denominado en cardiología gasto cardíaco).

Otro discípulo de Carl Ludwig, Otto Frank, realizó grandes avances al desarrollar un concepto de bomba aplicable a un órgano constituido por músculo, es decir, sin paredes rígidas como las bombas mecánicas. Su trabajo, complementado por el del fisiólogo inglés Ernest Starling, permitió relacionar la capacidad contráctil del corazón y su consumo de oxígeno con el llenado de las cámaras cardíacas.


En la actualidad se hace cotidianamente uso de la ley de Frank-Starling para tratar a pacientes que presentan un deterioro importante de la capacidad de bomba del corazón (por ejemplo, tras un infarto de miocardio extenso), optimizando el funcionamiento de este órgano al ajustar el grado de llenado del sistema vascular con fluidos. Pero si ésta es la función primordial del corazón, ¿cuál es el mecanismo que regula su actividad de bombeo? Necesariamente habrá de variar dependiendo del esfuerzo físico que se realice. En 1948 el farmacólogo estadounidense Robert Ahlquist, estudiando el efecto de la adrenalina en el corazón, descubrió que existían dos tipos de receptores moleculares, a los que llamó alfa y beta, cuya estimulación se asociaba a modificaciones en la frecuencia y en el vigor de la contracción cardíaca.


REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS:

1. http://www.fbbva.es/TLFU/microsites/salud_cardio/mult/fbbva_libroCorazon_cap1.pdf

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